El disparo hizo eco en las entrañas de todos los presentes. La sangre salpicó el negro suelo de la carretera y José aún permanecía aferrado a Esther, ya sin vida.
Los monstruos ya estaban cerca, por muy dura que fuese la situación no había tiempo. Pablo agarró del brazo a José y tiró con fuerza de él levantándolo y consiguiendo que dejara suavemente a Esther en medio de la calle. Entonces comenzaron a correr, lo más rápido que podían.
- ¡el centro comercial está dos calles más abajo! – gritó Diego exhausto- ¡podemos llegar corriendo!
Había algunos infectados pululando a lo largo de la calle por delante del grupo pero no supusieron gran problema a la velocidad que iban y con los certeros disparos de José. Pronto se dieron cuenta de que habían dado esquinazo al pelotón de criaturas que les perseguía. Pero aún así, estaban tan asustados que no dejaron de correr ni un solo segundo hasta que divisaron el centro comercial. Diego pensó que fue un gran alivio no haberse encontrado el edificio en ruinas o calcinado.
- Las puertas están cerradas- dijo Sara- tenemos que buscar las escaleras de emergencia y entrar por la azotea
Los demás miembros observaron que Sara tenía razón. No solo las puertas estaban cerradas, sino que un numeroso grupo de infectados se agolpaba ante ellas intentando torpemente traspasar la verja de seguridad sin ningún éxito. Tenían que ser cautelosos, estaba claro que todo sería mucho más fácil si conseguían acceder a las escaleras de emergencia sin alertar a los monstruos.
Tras trazar un plan el equipo empezó a avanzar agachado y lo más silenciosamente que podían. En medio de aquel silencio Diego oía perfectamente cada latido de su corazón en la cabeza, como si fueran tambores.
Mientras los monstruos siguiesen concentrados en intentar torpemente derribar la verja tenían espacio para llegar a las escaleras sin ser detectados.
Fue un milagro que la puerta metálica que permitía el acceso a las escaleras estuviese abierta, solo hubo que atrancarla desde dentro. Subieron en fila india hasta llegar a la azotea.
Una vez allí, Diego y los demás miembros del grupo respiraron aliviados por primera vez en bastantes horas, sentían una chispita de seguridad dentro de ellos.
Todos se alegraban de haber llegado hasta allí con vida. Todos menos José, que se encontraba sentado en el suelo con la mirada perdida en el horizonte, apretaba con fuerza sus mandíbulas y sostenía fuertemente su escopeta, aún en posición defensiva. Los demás se miraron entre ellos. Diego a pesar de no querer sucumbir a las anteriores críticas y amenazas de Pablo no podía evitar sentir la responsabilidad de los hechos. Sabía que si alguien tenía que dar la cara ante José en ese momento era él.
Se acercó cautelosamente y puso su mano en el hombro de José, se sentó a su lado y suspiró. No era tarea fácil empezar aquella conversación…